No sé si era una “nana” la generala que había en su casa. Su comando era la cocina, donde se desempeñaba con virtuosismo francés. Tenía bajo su mando a dos encargadas, una de los “oficios de adentro” y la otra de los niños, que a la postre, era sólo ella, la del medio, puesto que la hija mayor estaba internada en Alemania y nadie se metía con el hermoso bebé de la familia. Ejercía sobre la niña un control físico contundente, particularmente cuando trataba exitosamente de impedirle su paso desde el jardín hacia los muy limpios y encerados pisos de la casa —necesidad inexplicable puesto que era en el jardín donde ella se sentía mejor, jugando entre los animales, las plantas y el lodo de las montañas andinas— que, probablemente, la obstinada renuencia de la “nana” convertía en obsesiva. Pero lo más importante es que Isidora —la generala que le sirvió a sus padres por 50 años— era experta en  el  control  psicológico. —¡Ya llegan las “ánimas benditas!”...    —gritaba a las 9 en punto de la noche. —¡Vienen  a  comerse  a  los  niños  que  no estén dormidos!  — amenazaba a la muy intranquila niña en las múltiples noches en que los padres estaban ausentes. —¡“Se esconden bajo las camas”! —le informaba amenazadoramente… petrificándola!... Pero no por siempre, puesto que incapaz de permanecer quieta, poco a poco se fue atreviendo a correr por el largo pasillo “a toda mecha”, para saltar desde la puerta, volar por la extensa habitación hasta caer directamente sobre la cama ¡Y al revés!... Entrenamiento que al cabo del tiempo, le valió un reconocimiento estudiantil, con la medalla de salto con garrocha.